El mundo según Kissinger

Kissinger entró en una negociación global con estados cuyas preocupaciones rebasaban la suerte de Vietnam del Sur. No ocurre nada similar en Irak.





Daniel Vernet

A los 83 años, Henry Kissinger no ha perdido nada del sentido de la fórmula que lo convirtió en uno de los políticos más citados del planeta. Hace pocos años, era difícil escuchar un discurso sobre la política exterior europea que, para subrayar su falta, no empezara con la pregunta “¿Europa? ¿Qué número de teléfono?” En una reciente sesión del Foro Internacional Bertelsmann, el ex secretario de Estado estadounidense concluyó una breve exposición de las relaciones internacionales con estos términos: “El mundo se parece a la Europa del siglo XVII; tendría que convertirse en la Europa del XIX.”

Entender el sentido de esta comparación supone un regreso a los libros de historia o, más bien, hacia la historia tal como la presentaba el profesor Kissinger antes de que se dedicara a la política y después en su gran obra “Diplomacia”, en la que él mismo, sin excesos de modestia, se coloca en la línea de Richelieu, Metternich y Theodore Roosevelt.

La Europa del siglo XVII es un continente devastado por las guerras entre las potencias que trataban de afirmarse las unas contra las otras, y donde la religión era una fuente de inspiración en ocasiones más importante que el interés nacional. Según Kissinger, el gran mérito de Richelieu fue justamente haber puesto en el primer plano de su política el interés de Francia, sin titubear, pese a ser hombre de la Iglesia, en aliarse con los príncipes protestantes para debilitar al Sacro Imperio Romano Germánico. Hubo que esperar al final de la Guerra de los Treinta Años, en 1648, para ver emerger un orden europeo que sería trastocado a su vez por la Revolución Francesa y las guerras napoleónicas.

De ese nuevo desorden en 1815 nacería en Europa un orden que, para Kissinger, es el sistema más estable, si no el más perfecto: el concierto de las naciones, el sistema del “equilibrio del poder” entre dos potencias, de las cuales ninguna debe ser demasiado fuerte para amenazar el equilibrio del conjunto.

Cuando era asesor del Presidente Richard Nixon, Henry Kissinger practicó ese juego con maestría en las condiciones de la guerra fría, profesando, por ejemplo, que Estados Unidos jamás debería de permitir que China y Rusia tuvieran entre sí mejores relaciones que las que tuvieran los estadounidenses con cada uno de ellos.

El sistema internacional actual, en efecto, puede hacer pensar en la Europa del siglo XVII. No hay ningún principio organizador que parezca estructurarla. La religión ha vuelto a convertirse en un motor de la acción política y militar. El concierto de las naciones del siglo XIX se apuntaló en una ideología -la defensa de los valores conservadores contra el espíritu revolucionario de 1789- aceptada por todos, incluso por los representantes de la Francia derrotada. Ninguna potencia pretendía encarnar por sí misma la promoción de valores universales. Esta forma de mesianismo que habita en George W. Bush es totalmente perniciosa para la política exterior de un gran país, en opinión de un practicante de la “Realpolitik” que se desinteresa de la naturaleza de los regímenes.

Eso no impide que Henry Kissinger tenga la puerta abierta en la Casa Blanca, pues el actual Presidente no habla solamente con aquellos que están de acuerdo con él. El ex secretario de Estado estaría bien colocado para inspirar el paralelismo entre Irak y Vietnam que Bush recientemente aventuró. ¿Le aconsejó “aguantar”, cuando en 1972 él mismo negoció la paz con el adversario comunista? Es posible. Entre Vietnam e Irak existe, no obstante, una diferencia fundamental: el Frente Nacional de Liberación estaba apoyado por Vietnam del Norte y gozaba también del apoyo, ambivalente pero real, de China y de la Unión Soviética. Kissinger entró en una negociación global con estados cuyas preocupaciones rebasaban la suerte de Vietnam del Sur. No ocurre nada similar en Irak.

Estados Unidos se enfrenta allí a una guerrilla dispersa y no cuenta con ningún interlocutor para negociar. El mundo de hoy, definitivamente, está lejos del concierto de las naciones.

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